LA CONEJERA



Cerca de donde vivían mis abuelos había un pueblo, llamado por los campesinos como La Conejera. Dice mi abuelo, a mí no me crean, que en los tiempos cuando eso fue una invasión, había un reguero de conejos, que eso la gente no hallaba que hacer con ellos, desayunaban, almorzaban, cenaban y vendían conejo, algunos más osados se atrevían a criar esos animales como si fuese cosa fácil tener una criatura que se reproduce por deporte, se traían los pelaos tres o cuatro conejos para la casa en diciembre pa´ dárselo a las hermanitas como mascota de aguinaldo  y para Semana Santa ya tenían como treinta animalejos de esos.

Ya después, con el tiempo se los fueron acabando —como será uno la humanidad tan dañada que es capaz de acabar con un bicho de esos que no hace otra cosa más que parir.

—Ya es rara la casa donde uno encuentre un conejito por allá arrinconado en un patio, desplazado por las gallinas. —dice mi abuelo, a mí no me crean 

El tema es que a un tío se le ha dado por comprar un lote por esos lares disque dice él para construir una cabaña pa´ irse con la familia a pasar los fines de semana, —esas son muchas ganas de coger calor. 
Me ha pedido el favor que lo acompañe para echarle un ojo al tema y a mí como no me gusta el monte, me he enganchado en una bicicleta como buen cambambero que soy, y a pedalear.
Mucha vaina pa' lejos, cogimos como dos horas de trocha, lo único que se veía era monte y palos de uvita,  menos mal salimos tempranito porque el sol nos hubiese vuelto nada a mitad de camino.
Llegamos como a eso de las ocho de la mañana, y sinceramente tenía otra cosa en mente de La Conejera, la mayoría del pueblo era de casitas de bahareque, pero estaban bien puliditas con sus techos bien acomodados y había muchas, pero muchas casas, era una cosa impresionante, estaban así regadas sin ninguna armonía, ni planeación, eso como que a uno se le daba la gana de hacer una casa en donde uno quisiera y no había nadie que te dijera que no.

Tanto así, que no había una calle que cogiera el pueblo de lado a lado, uno tenía que andar metiéndose por los patios, rodeando cercas y cultivos de yuca. Medio encontraba uno un camino y a los cien metros se estrellaba con una casa.
Otra cosa que me pareció rara es que las casas no tenían puertas, ni ventana, era el mero techo y las paredes, y la gente parecía que vivieran todos revueltos, porque veía yo que  pasaban de una casa para otra, así sin ninguna restricción, a más de una vimos en cueros, poniendo a seca' las  pantaletas en la cerca.
Cuando llegamos al lote que iba a comprar mi tío, yo pensé que era cualquier pedacito de tierra, pero era una vaina como de una hectárea, y lo mejor, tupidita de matas de patilla en cosecha.
— ¿Ajá y el lote lo vende con todo y las patillas? —le pregunté al señor que nos estaba atendiendo, un anciano descamisao él, con el pecho rojo, digo yo que de tanto coge' sol pescando en el río. Se le veía en los brazos que había tirado buen remo en su vida.
—Cómase toda esa vaina si puede usted sólo. Aquí a la gente no le gusta eso disque porque eso le llena la barriga a los pelaitos de guasarapos. —Nos dijo el anciano sonriendo.
Cosa rara, porque no vimos ni un solo niño, así que le pregunté.
—Oiga pero nosotros no vimos ni un sólo pelao cuando llegamos.
—Todos estudian. —me dijo señalando lo que al parecer era un enorme colegio de barro. —Estudian de mañanita porque de tardecita aquí casi no se ve y como además no tenemos electricidad. —agregó el viejo.
Ahí fue donde confirmé que me tío estaba loco. Sólo a él se le ocurre meterse por esos lados. Aunque algo si me daba buena impresión y es que el lugar era muy agradable y la gente muy tranquila.
—Ajá, ¿Y ya desayunaron? —nos preguntó el viejo.
Mi tío enseguida me echó el ojo como para que no fuese yo a pasar por atrevido, pero como yo no como de pena, yo como es comida, de una le fui diciendo al viejo.
—Hombe, si lo que tenemos es hambre.
—Vengan, a ver si la mujer dejó por ahí algo de yuca en la olla, ahí les emparapetamos con pescao o lo que sea. –nos dijo, cogió una pajita del monte, se la llevó a la boca y nos guió con su pasito cojeado.
Nos llevó hasta la orilla de un arroyuelo en donde había cuatro casas pequeñas y una grande. Dos de un lado del arroyuelo y tres del otro lado debajo de un palo de mango enorme y frondoso, recuerdo que olía sabroso y que la brisa en ese pedacito era húmeda, como para colgar una hamaca de lado y lado y dejar caer los pies sobre el agua y que  los pescaitos te pellizcaran los pies.
El viejo nos sacó dos sillas de tabla de la casa grande y nos las puso recostadas al palo de mango, después salió la mujer, supuse yo que era la mujer porque también era una señora de edad, pero se veía hermosa con su pelo alborotado y esos ojos de un claro extraño como el agua de río, tenía la piel más oscura que la del señor, pero limpiecita y brillante.
—¿Comen pescao? —Nos preguntó –¿Cuántos les echo?
Mi tío me volvió a mirar, como que “José, no seas atrevido” pero yo tenía hambre, y si me iban a dar pescao de río, tenía que pedir.
-Con unos dos, mi doña, está bien.
-Ah, yo pensé que tenían hambre. –dijo la señora así con una gracia que me dio un dolor muy parecido al arrepentimiento, le hubiese dicho que cinco.
 –Ve, Merlina, tráete dos tintos para los señores, para que aguanten mientras frito unos pescao. –gritó la vieja mirando para adentro de la casa, el viejo mientras tanto se enjuagaba en el arroyo con su desnudez al aire, sin vergüenza alguna. 
En eso sale una muchacha, una negra linda, con ese cabello cobrizo y así bien alborotado, tenía los ojos bonitos, como cumbia en mediodía, de esos que te ponen a sudar nada más con verlos, llevaba puesta una batola blanca, que con la luz se traslucía y dejaba todo a la vista.
Recuerdo que mi tío me pegaba codazos para que disimulara, pero yo estaba embobao con los ojos puestos en ese par de senos que como calabazos se apostaban a la luz de la mañana con una imponencia que resultaba un delito no quedarse viéndolos apuntar la tela.
Me extendió un pocillo  de madera lleno hasta la mitad de café, le recibí con la mano helada y temblando, el pecho se me había agitado de tal manera que se me había olvidado soplar el tinto y me pasé la mitad de un solo trago así hirviendo y la otra mitad me lo eché en el pantalón del brinco que pegué.
No dije nada de la pena que me dio, pero tenía era ganas de tirarme de cabeza en el agua del quemón que me pegué.
–Caramba Merlina, le diste ese tinto hirviendo al muchacho. Ve a traerle un trapo para que se seque. –fue lo que dijo la señora. –Si quiere, se quita eso y se lo enjuago ahorita.
Ahí si me dio pena, y le dije que no. Así que me quedé como mis testículos remojaos en café.
Y mi tío riéndose de mí, al rato pasó el viejo delante de nosotros en calzoncillos, con un trapo en el hombro, secándose el rostro con una punta.
–Ya vengo, vayan desayunando. –fue lo que nos dijo
Detrás de nosotros a  una vueltica del palo de mango, tenía la señora una hornilla que me llegaba como hasta el pecho, en ella había encaramado un caldero que le cabía, si se picaba bien; un ternero completo. Ahí echaba y sacaba pescao, uno tras otro, no se demoraba nada para fritarlos, salían doraditos, listos para empacárselos.
Fritó como veinte y nos sirvió dos bien responsables a cada uno, a mí tío y a mí, el resto los echó en una especie de batea de madera, con un reguero de yuca y los puso sobre un tronco que estaba acompañado de un taburete que se veía que tenía sus años, ahí fue donde se sentó el viejo a desayunar, con su jarra toteada de agua e panela.
 Eso no fue lo que me impresionó, lo que me dejó con la boca abierta fue que cuando yo estaba volteando el primer pescao para comerme el otro lado, ya el viejo había terminado de desayunar.
–Merlina, ve a busca´ otra panela, que no hay para el almuerzo y ahorita llegan ese poco de pelaitos con sed, mira que hoy salen temprano del colegio porque la profesora y que tiene una vaina que hace´ allá en la alcaldía. –le dijo la vieja a la muchacha, bueno, ni tan muchacha, le pondría yo como un treinta, pero bien bonita que era.
– ¿Tiene hijos pequeños don Marcial? –le preguntó mi tío al señor. A mí se me hizo rara la pregunta, pero no me pareció descabellada, porque aunque ese viejo tenía como noventa años, con una dieta de pescao capaz y todavía le quedaba con qué preñar a su mujer.
–Yo tuve veinticuatro hijos. –respondió el señor. Enseguida le puse total atención. –Veintidós varones y dos hembras, a los machos toditos me los mató la guerrilla una noche allá en la finca donde vivíamos, y por eso fue que vine a tener por acá con mis dos pela´s y mi negra, que me ha acompañado todo estos años, porque la desgraciada mujer que tenía, apenas nos dejaron sin nada se fue con otro.
En ese momentico entraron un reguero de pelaitos corriendo, todos sudados, espelucaos y la cara mugre, quince en total, el menor tendría como tres años y el mayor como catorce
– ¿Y todos esos niños? –pregunté atónito.
–El mayor es  hijo de uno de los muchachos que me mataron, los otros, la mitad son de Merlina y la otra mitad de mi otra hija que trabaja en el  pueblo de aquí abajito en una finca de guineo.
El señor pudo ver mi cara de asombro y dejó escapar una sonrisa, casi carcajada, pero frenó en seco. – Y ellas son las que menos hijos tienen aquí en este pueblo. –dijo. –Asómate ahí a la calle pa' que veas
Preciso, me asomo y veo un batallón de niños saliendo del colegio de barro, entrando al montón de casitas, esparciéndose por todo el pueblo como si hubiesen volteado un balde de bolinches
En eso el viejo me pone la mano en el hombro, y me dice –Apuesto que creías que a este pueblo le llamaban la conejera porque había mucho conejo. Aquí no hay un solo animal de esos, los conejos nos dicen a nosotros,  es que si te fijas aquí no hay más nada que hacer; sino pescar, comer y comerse a la muje´ de uno.



Comentarios

  1. Jajajajajajajaja, alentado el viejo y ya uno hablando mal de la humanidad porque ya no se ven los conejos .

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  2. jajajaja, buena, muy buena su historia

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  3. Excelente historia, imaginaba cada cosa que describes

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  4. Gracias por Palmar bellas historias

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