EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CAYEYE III
LA CAYENA
De las vainas que no olvido de aquellos días, fue una vez que al
salir temprano del colegio, se me
ocurrió pasar por donde el señor Domingo que tenía unos palos de mandarina en
toda la entrada de su casa, eran unos siete ejemplares frondosos que se alzaban
por encima del techo y que desprendían un aroma que te cacheteaba a una cuadra
de distancia. El viejo Domingo como era un viejo y que vivía nada más que con
sus matas y un par de gatos, no le importaba regalar las mandarinas, con que le
barrieras el patio ya con eso te dejaba coger las que quisieras, pero sí que
era jodón, eso se fijaba hasta en la líneas que dejaba la escoba de palito en
el suelo, que donde no estuvieran parejas, decía que ese patio estaba mal
barrido, y le tocaba uno coger organizar la rayas, que quedara el patio bien
peinao como dice un tía, pa que el hombre estuviera contento.
Ahí me le presenté yo, era buen tiempo, estaban las mandarinas
maduritas y yo me sabía cuál era el palo que las daba más dulce.
-¡Weje, señor Domingo! –le saludé. -¿Me regala unas mandarinas?
El hombre desde su mecedor levantó la cabeza y me hizo seña de
donde estaba la escoba, afortunadamente el patio no estaba tan mugre y al rato
estaba yo encaramo en el palo de las mandarinas dulces, aparté en mi bolso unas
para hace jugo y metí en una bolsita que llevaba en el bolsillo las tres más
bonita que vi, pa dársela a ella, que le gustaban bastante, eso las olía y se emboba
con su mandarinas y yo ahí, nada más que viendo como se le estiraban las pecas
con cada sonrisa.
Al poco rato me despedí del viejo Domingo, que cuando bajé del
palo, lo vi donde estaba en la sala sentado en su mecedor dándole viaje media
patilla parecía un puerco hambriento, tenía pepas hasta en las cejas el hombre,
eso tenía un reguero de patilla en la cara como si se hubiese bañao con ella,
apenas y levantó la mano y me despidió con el peculiar
"wejeeeey"
Y allí iba yo
contento con mi detalle, tenía varios días que no la veía, casi una semana, porque
mi abuela no me dejaba sali' a la calle, que por liso, nada más que porque me
le robé un taja' me cocinó como veinte guineos y me los hizo traga' uno tras otro,
y pa remata me castigó, pero que no dejaba ni pasa de la terraza, yo que medio
me hacía el amague, cuando sentía la varita de totumo zumbando en la cocina, -¡Canasto!
–decía la vieja mientras asomaba el rabito del ojo por los calados.
Pero como ese día había salido temprano del colegio me tomaba un
rato ir hasta la otra calle y regresar. No se iba a dar cuenta, decía yo.
Y así fue, me
di la vuelta por una trochita que había detrás del patio, para que no me
pillaran y salí a la otra calle, cuando iba llegando a la casa de ella, siento
los golpes como de unos monazo reventando concreto, habían unos hombres
tumbando la última pared que quedaba, habían vendido la casa y se habían mudado
del pueblo. Tenía yo como 12 años, me acuerdo.
Salí
corriendo lleno de rabia, nuevamente con aquella sensación apabullante en mi
pecho me hinchaba de ira, pero esa ira que es con uno mismo, cuando uno se da
cuenta que uno si es bobo, tenía las lágrimas aguanta's porque donde mi abuela
me viera llorando me la montaba y ahí sí que es difícil poner uno a inventar dizque va a olvidar.
Cuando iba llegando al patio mi casa me acordé que yo le había
regalado una cayena amarilla que ella me había dicho que había sido el regalo
más bonito que alguien le hubiese dado, que la iba a sembrar en el jardín de la
terraza para que cuando la viera se acordara de mí, me devolví a buscarla antes
de que le dieran pala a la pobre mata, no niego que tenía la esperanza de no
encontrarla creyendo que ella se la hubiese llevado para recordarme, sin
embargo ahí la encontré, estrujada por los escombros, casi que sin hojas
y una flor medio muerta tostada por el sol.
Uno de los trabajadores
que me vio, me dijo –Eso es monte. Y sin dirigirle la mirada, con la rabia quemándome
los pelos la saqué de raíz y la envolví en mi camiseta, pensé que se iba a
morir pero dice mi abuela que esas matas son más caronas que uno, ahí en la
terraza de la casa echó raíces y creció pegaita a la pared, frondosa,
majestuosa, cuando florecía todo el que pasaba por la casa tenía que ver con la
mata, que regálame un tronchito, que un cogollito, ¿Usted que le echa a esa
mata? Le preguntaban a mi abuela, que, qué bonita y raz, le arrancaban una
flor, cosa que a mí abuela le daba rabia, más de una vez me tocó meterme en la
mitad de una pelea por la bendita mata.
Con el tiempo
me fui deshaciendo del recuerdo y la rabia, decía yo pues, pero la mata seguía
ahí, firme como un recuerdo que no deja de florecer. Fue por aquellos días en
que llegó mi abuelo y azotando su machetilla contra el piso de la terraza nos
dijo que había que alzar todo y recoger a los pollos, eso solo se podía
significar que algo malo iba a pasar, él tenía esa rara costumbre siempre que
algo malo se venía, tiempo después me enteré que su padre le había enseñado que
así se protegía a la casa y a la familia de todo mal ante una tragedia
venidera, azotar el machete en cruz en la entrada de la casa. Cosas de viejo
piensa uno ahora.
Al rato que
llegó mi abuelo pasó el loco Murdo, un loquito de ahí del pueblo, gritando por
la calle, que venía el agua, ni nos dio tiempo de recoger nada, la avalancha
pasó cómo pasan las cosas que te cambian la vida de un momento a otro, sin
avisar mucho pero llevándose todo. Al final solo fango, ni una mata de guineo
en pie, los coralitos, las margaritas, los toronjiles, todo se lo llevó,
excepto la cayena, ni el río más bravo se le lleva a uno lo que extraña,
ahí abrazada con fuerza a la pared permaneció, con sus flores mojadas y de
nuevo casi que sin hojas, pero viva, como el recuerdo que era, se sostenía sin
ganas de marcharse.
Hace un par
de años regresé al pueblo, ahí la ví abrazada de la pared, en lo que queda de
la vieja casa, le pedí a una tía que me ayudara a cogerle un hijito y al final
del día tenía yo mi bolsita con tierra y un tronquito de aquella cayena, que
sin ningún problema floreció también en la ventana de mi cuarto. Quizá algún
día se canse de esperar su dueña, porque al fin de cuentas no es ni mía, pero
qué va a saber uno de quién son las cosas, aquí están sus flores amarillas
trepando por mi ventana y ella a lo mejor ni se acordará de mí.
Joda, que vaina más bonita. Me encantó!
ResponderEliminarMe encantan cada uno de rus escritos, me transporta a mi amada orihueca.... Ojalá algún día vuelvas a ver a tú pecosa hermosa....
ResponderEliminar2am, con la nostalgia alborotada, la historia de mi propia mata en la cabeza, los ojos aguados y la sonrisa mariquita que se le pinta a uno cuando se acuerda de lo que uno quiere. ¡LO AMÉ!
ResponderEliminarMe encanta lo que haces, es como que te encargas de dejar en alto la costa, sin miedo, sin el que dirán de la gente, me encanta que todo lo que la gente ha llamado corroncho, vulgar etc... tu te has encargado de darle arte, de convertirlo en poesía y que se vea así de bacano, hermoso, lindoooo belllooo, sin duda, jamas nadie escribirá nadie como tu.
ResponderEliminardesde soledad-Atlántico tu Mayor fan
José... ¿Quién es esa vieja te te inspira tanta vaina linda?
ResponderEliminarMe encantan las cosas que escribes porque al igual que Gabriel García haz dominado el arte de escribir maravillas sin inmutar la escencia de dónde somos, haz dominado el arte de crear cosas bellas adornando lo que ya somos, no cambiandolo por lo nuevo.
Apenas hace dos años conocí tus escritos por mi Marín. Y me parecen hermosos. Está y la pecosa es una de las que más me gustaron.
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